Furgus interruptus
Éste debería ser un texto alegre, con fotos de nuestra nueva furgoneta flamantemente equipada y repleto de selfies felices. Ésta debería haber sido una semana de fiesta, pero no lo ha sido. Y creo que es necesario contarlo, porque los viajes no son solo buenas experiencias y gente dispuesta a ayudarte.
Después de recoger la camioneta, decidimos llevarla a un tipo para que la preparara para viajar. Ángel, especialista en food trucks, parecía ser el tipo idóneo: según él nada era un problema y nos prometía tenerla lista en 5 días y a un precio razonable, 18000 pesos (unos 800 euros). Le entregamos la furgo, junto con más de la mitad del presupuesto, supuéstamente para material. Los primeros días no avanzaba nada, tuvimos que ponernos un poco serios para que empezara a trabajar. Pero pronto las cosas se torcieron aún más, empezó a pedirnos más dinero por adelantado y a insinuar que si no se lo dábamos se retrasaría la entrega. Hasta que el viernes, el día en que él nos había prometido que estaría, me dijo que no pensaba seguir trabajando si no le dábamos más dinero, que si queríamos que fuésemos a por la camioneta (y perdiésemos nuestro adelanto, obviamente).
Fui para el taller. Una especie de patio trasero, al final de un callejón privado muy estrecho, en un barrio relativamente pobre del DF. Todo el callejón, las viviendas de alrededor, incluso la casa de comidas de enfrente, son de la familia de Ángel, de ahora en adelante "el timador". Claramente jugaba en su terreno. Tuve que enbroncarme con él y con sus muchachos (Trucutrú, Jesusito... chavales con los que había estado trabajando una semana) para que me dejaran llevarme las maderas que ya habían cortado. Y cuando les hube convencido, me monté en la camioneta para irme. Al intentar arrancar, no funcionaba. Miro alrededor y contengo mis ganas de mentarle a la madre; mientras busco el número de la policía con el móvil le digo: Ángel, arráncame la camioneta. Por una vez había pensado peor de lo necesario: simplemente le habían desconectado un borne de la batería para que no se descargase. Arranqué y me piré de allí, deseando no volver.
Dos horas después, todavía de regreso (el tráfico del DF da para otro post aparte) caí en la cuenta: se me había olvidado recoger los colchones a medida que le habíamos encargado, una de las pocas cosas que sí estaban hechas. Le llamé por teléfono y el caradura me pidió otros 3000 pesos (~150 euros) por ellos. Regateando bajó a 2000 y yo no quise luchar más por ese día. Nos volvimos a casa derrotados y asqueados con una ciudad que hoy no nos había dado tregua. Bueno, "a casa".
Volvimos al couchsurfing donde nos estamos quedando estos días. Hasta ese día Leonel y Paulina nos habían acogido con la hospitalidad de un amigo, pero esa noche hicieron mucho más. Entre partidas de ajedrez y de Jungle Speed y canciones de los Beatles nos curaron el resentimiento incipiente que empezábamos a guardarle a la ciudad. Y es que la Ciudad de México, como cualquier otra, tiene espacio de sobra para la peor y para la mejor gente. Y se nos pasaron las ganas de llorar, y se nos olvidó que nos habían timado, y no tuvimos tiempo de ver cómo nos crecían los prejuicios hacia los mexicanos.
Al día siguiente nos levantamos descansados, de buen humor y con la energía suficiente para acabar de una vez por todas nuestra relación con el timador. Le escribí ofreciéndole 1000 pesos por los colchones y condujimos hasta su barrio. Él seguía plantado en 2000. Al llegar a su calle, aparcamos unos 100 metros antes de su puerta, por precaución, y Nadia se quedó en la camioneta. Yo fui al taller y hablé con Jesús, el chaval que nos había cortado todas las maderas. Le ofrecí 1000 pesos y él me dijo que el jefe le había dicho 2000 y que no podía dejar que me llevara los colchones por menos. De pronto recibió una llamada: "Ok, ahora se lo digo. Dice Ángel que 1500 y te los llevas". Harto de ese juego, acepté. Les dí el dinero y me fui con los colchones. Al salir a la calle veo a Nadia venir con la camioneta, me acerco y me pregunta: "¿Por cuánto los has sacado?". Y yo: "por 1500."
"NOOOOOOOOO! Esos cabrones, voy yo, se van a enterar!" Nadia en modo muerte, si hubiera tenido un hacha hoy Jesusito tenía una cabeza menos. Yo no entendía nada. Resulta que justo después de salir yo de la furgoneta, Ángel había escrito aceptando los 1000, y había sido Nadia quien había llamado a Jesús. El puto niño, que había tenido un buen maestro, sin duda, me había timado en la cara. Yo me negué a volver a entrar a su callejón, menos aún con la camioneta, así que avanzamos unas calles y les llamamos para que nos llevaran el dinero: "Jesús, si te queda un mínimo de decencia, trae los 500 pesos que me has robado. Te espero 2 minutos." Al poco llama el jefe: "Vete y olvídate de los 500, déjanos en paz". Allí no aparecía nadie.
Hubo que mentar a la policía para que se dignaran a entregar el dinero. Jesús, el minitimador, todavía quiso esbozar escusas mientras nos lo daba, pero ya no teníamos tiempo para sus mierdas, nos piramos de allí y prometimos no volver. Ahora sí, se había acabado.
Y volvemos a la casilla número 1. Con 11000 pesos menos, con muchas maderas cortadas, el armazón soldado y los colchones cosidos. Pero sobretodo con alguna lección aprendida, aunque no sea la que muchos piensan. Me niego a dejar de confiar. Prefiero seguir haciéndolo y que la gente que no merezca la pena me decepcione, como ha sido el caso esta vez, a renunciar al inmenso placer de confiar en un desconocido y que te demuestre que la mayoría de la gente tiene ganas de ayudar, que eso les hace sentirse bien. Las fotos instagrameras de la camioneta tendrán que esperar, pero esta historia nos sirve para reforzar el refrán: las malas decisiones dan, al menos, buenas historias.